lunes, 31 de diciembre de 2007

Cavalería Rusticana


Mario Aiscurri (historiador y escritor) y querido primo , hace años edita una página web muy interesante que os sugiero visitar si os gusta la literatura,la poesía el ensayo,la política y "chamullar" sobre lo divino y lo humano ...se llama Bitácora Global.
Esta mañana repasándola me quedé prendida de este relato que forma parte del libro El misterio de los jardines colgantes,de Antonio Briones ,tierno relato y que me retrotraía a anécdotas de mi propio abuelo....os invito a disfrutar de él...


Cavaleria rusticana
El abuelo Santiago no le daba pelota a nadie. Había venido de un pueblo rústico de serranías, que aún duerme la siesta en el mismo corazón de Galicia. Nada sabía de sindicatos y organizaciones obreras. Los años de la vida de inmigrante le habían dado grandes satisfacciones al ver como sus hijos había crecido con felicidad en la tierra que había elegido para fundar su familia. Pero no siempre fue así… y no dejaba pasar oportunidad que se le presentara para dejarlo sentado.
-Este poncho me ha salvao la vida -solía decir, cuando lo agregaba a su cama cuando los primeros fríos llegaban a la ciudad y era necesario abrigar el cuerpo ya gastado por los años.
Entonces repetía a sus nietos la historia de siempre, aunque nadie se la pidiera…
Ya estaba jubilado cuando yo disfruté de mi abuelo. Tenía una nutrida agenda: leer el diario de madrugada, cuidar su huerto y su jardín,comprar el pan recién salido del horno al terminar prolongadas caminatas por el barrio. El viejo presidía siempre la mesa familiar.Llenaba su lugar de rituales convencionales. Cortaba el pan que habríamos de compartirse en el almuerzo sobre la mesa de zinc con un viejo cuchillo de inexplicable procedencia que solía afilar personalmente sobre una piedra gastada. Luego prolijamente recogía las migas y la volcaba en la sopa, no por alarde de refinamiento afrancesado, sino con vocación didáctica: invariablemente acompañaba su gesto con amonestaciones dirigidas a sus nietos como “esto es lo mejor que hay” o “hambre tendrían que pasar para saber lo que es bueno”.

Yo tenía 10 años en 1965 y estas aseveraciones me parecían casi naturales.Había en casa una suerte de culto a la pobreza originaria tan recurrente que llegué a suponer que, si eso era la pobreza, ser pobre no era nada terrible, antes bien, era bastante soportable. A veces el abuelo juntaba cardos en las vías del ferrocarril que atravesaba en sus caminatas y le pedía a la abuela que los cocinara. En casa no faltaba la comida, pero el ritual exigía que supiéramos como resolver los problemas de las necesidades básicas de alimentos por si llegara el caso. Años después comprendí que tal vez “lo mejor que hay” no aludía a que ese minestrum preparado con cardos fuera el manjar de los manjares,sino a una ocurrencia remota en la historia familiar en la que lo mejor que hay fue lo único que hay… pero eso fue mucho después.
Era la hora del almuerzo. Recién llegábamos de la escuela. Nos sentamos a la mesa. El abuelo reiteró su ritual con el pan y dijo: -Es lo mejorque hay, no les vaya a ocurrir lo que le pasó a don Piperno –se refería a un vecino del barrio que ahora estaba jubilado y vivía en la casa de al lado, era italiano y nos aturdía poniendo discos de ópera en un pequeño winco que alojaba en el patio de su casa.
Sin interlocución comenzó un relato que ya había referido en otras oportunidades -Cuando don Piperno llegó en 1912, la pasó fea. Vivía en un galpón de chapas que estaba atrás de la Fonda de El Piamontés.Trabajaba esforzadamente para ganar unas monedas. Un día lo encontraron tirado debajo de la recova. Estaba aterido de frío. Casi inconciente.Lo llevaron al hospital. Allí le dieron calor y comida. Buscaron entre sus pertenencias los documentos para identificarlo y no encontraron nada, salvo un billete de 10 pesos. Cuando se recuperó pudo responder algunas preguntas y así supieron los médicos quién era, dónde vivía y qué le había pasado… hacía seis días que no comía y eso en julio es bastante duro. Le preguntaron por qué no había comprado comida con los10 pesos que llevaba en el bolsillo. Don Pipero, muy campante, lerespondió al médico “Está loco, Ud., ese es dinero del sindicato, lo pusieron personas que son tan pobres como yo, ¿cómo voy a usarlo para comprar comida para mí?”.
Entonces…

-Abuelo, ¿qué es un sindicato? -pregunté casi sin saber por qué lo hacía, luciendo una ingenuidad injustificada para el tema.
-Los chicos no hablan en la mesa -dijo mi madre y el diálogo debió quedar interrumpido allí, pero mi abuelo siguió: -yo no la fui nunca con los del sindicato, como tu tío -y miró a su hijo que comía en silencio y…
-Sí, sí, con los del sindicato no la vas, pero con la misa tampoco -gruñó mi abuela.
Y antes que mi abuelo pudiera decir algo, intervino mi tío. -No la va con el sindicato -dijo mirándome -y cuando le ofrecieron formar parte de la comisión directiva de la sociedad de fomento dijo que él no se metería en la vida de los otros. Pero ¿sabés una cosa?, cuando don Pedro, el vecino de enfrente, construyó la medianera, esa misma noche hubo una tormenta que tiró abajo la pared. Entonces, tu abuelo, sacó 50 mangos que tenía guardados y se los llevó a don Pedro para que reconstruyera el muro. El otro no quería aceptarlos, pero tu abuelo insistió y se los encajó casi de prepo… “Cuando pueda me los devuelve” le dijo y pegó media vuelta y se metió de nuevo en la casa.
Esa misma noche, u otra, ya no recuerdo, hizo frío y volvió con la historia del poncho. Eran los primeros años del siglo XX y el abuelo era peón golondrina y una helada terrible lo agarró en los techos de un tren…
-Contá también lo de los maquinistas -disparó mi tío.
-Sí,los maquinistas eran muy gauchos. Aminoraban la velocidad del tren cuando estaban llegando a u pueblo para que nos bajáramos. Nosotros salíamos corriendo y esperábamos el tren del otro lado de la estación,donde ellos volvían a aminorar la marcha para que nosotros subiéramos.Así podíamos eludir a la policía…
Volvió al poncho, miró y acarició esa prenda americana, de América la tierra hóspita. Prosiguió -El hueco para la cabeza no estaba cosido entonces y ese día de la helada yo lo llevaba puesto cuando estaba en el techo del tren… Sin él me hubiera muerto, este poncho me salvó la vida.

Buenos Aires, mayo de 2007







2 comentarios:

zel dijo...

Hola Tere, paso a desearte un muy buen año, con el corazón, te deseo lo mejor y que jamás tires la toalla, nos haces falta. Un besazo!

webmaster tmarin dijo...

Querida ZEL...lo mismo te deseo para tí....un fuerte abrazo y "petons" desde Argentina....
Tere Marin