Lunes, 06 de Septiembre de 2010 11:48 | |
mi tío Fermín lo exhumaron de la Recoleta, le pasaron un plumero, lo sentaron frente a un escritorio ministerial, lo gastaron en tres meses, y lo devolvieron a su tumba, no sin agradecerle los patrióticos servicios prestados. Leopoldo Marechal Megafón, o la guerra (APe).- A los pibes que hoy toman colegios secundarios en la ciudad de Buenos Aires el macrismo quiso imponerles como ministro de educación a un señor que se llama Abel Posse, quien al finalizar los pocos días de su “no mandato” justificó su fracaso diciendo: “No soy político, soy un intelectual”. No debería llamar la atención, entonces, que desde el gobierno porteño y desde los medios, casi independientes, se reproche a los estudiantes rebeldes su alto grado de politización, como si política fuese el nombre de alguna de esas enfermedades infamantes que a comienzos del siglo pasado todavía provocaban repugnancia y horror. A veintisiete años del fin de la dictadura, periodistas, docentes, padres y sobretodo políticos siguen mirando a la política con desconfianza. Cada vez que alguien enarbola una protesta, corta una calle o toma una escuela o una fábrica la forma más común de descalificarlo es tildar el reclamo de político e indagar sobre la ideología de los disidentes. En la última semana periodistas de diversas radios montaron en cólera varias veces al día porque los estudiantes en vez de desvelarse por la nota de matemática o lengua, alzaron los ojos de los libros y los llevaron hacia las paredes y los techos averiados de sus escuelas, hacia las becas impagas y las viandas que no les llegan a los compañeros más pobres. Al mismo tiempo hombres que hace más de cuarenta años se han ido de las aulas y vaya uno a saber con cuántas materias al hombro, levantan el índice amenazante y dicen que en sus tiempos no había estufas ni ventiladores y nadie se quejaba de nada. No se acuerdan que hace cuarenta años la televisión era en blanco y negro, no había computadoras, la vida se nos pasaba de general en general y nadie se quejaba de nada. Gobernantes que se supone han llegado al poder haciendo de la política un modo y un medio de vida, en vez de reivindicarla, se indignan de que otros la practiquen y mucho más cuando esos militantes, además de opositores a su pensamiento, son jóvenes y les apuntan a la cabeza con proyectos que van más allá del próximo cuatrimestre. Cuando los adolescentes, con sensatez y claridad, dicen: “Todos tenemos conciencia de que se trata de un problema político al que hay que darle respuestas políticas” (Florencia Sacarelo, presidenta del Centro de Estudiantes del Normal 5 de Barracas), ministros y secretarios se escandalizan como si fueran monjas, maldicen al cielo y reclaman hogueras para los desobedientes. Cuando ellos y yo íbamos a la escuela los colegios secundarios eran casi cuarteles, casi cárceles y casi monasterios. El nivel de enseñanza no era mejor que ahora. San Martín cruzaba la cordillera con cara de viajar en la proa de un transatlántico, Perón era innombrable, Evita una puta y Sarmiento un pelado al que nadie quería parecerse. Y nosotros, los educandos, éramos una manga de timoratos que no nos atrevíamos a decir más que “Buenos tardes, señorita” a la vestal de turno, y nuestra mayor hazaña consistía en escribir malas palabras en las paredes del baño cuando nadie nos veía. Hoy los adolescentes se han vuelto visibles. Los reclamos legítimos abandonaron la clandestinidad del baño. El ejercicio del poder produce poderes inclasificables y a nadie le importa demasiado el teorema de Pitágoras. El aprendizaje aspira al dominio de materias más trascendentes que las que figuran en los planes de estudio. Y ya no se trata sólo de aprobar o quedarse. Tampoco es un problema de ladrillos o de viáticos. Es mucho más profundo. Se trata de las malas palabras de costumbre: política, solidaridad, compañerismo. Las palabras que todos tenemos derecho a pronunciar como si recién llegáramos al mundo y a partir de nosotros empezara todo. |
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