Prólogo del libro "EXCUSAS PARA NO PENSAR"(Eduard Punset)
Fuente
«Ninguna de tus neuronas sabe quién eres…
ni le importa»
Cualquier excusa es buena para pensar que lo que conviene a una persona no sólo es conveniente, sino lo más conveniente. Nos agarramos indefectiblemente a esa excusa para no tener que pensar
innovando o cambiando de opinión. Es sabido que el cerebro recurre a mil triquiñuelas para que no nos demos con la cabeza en la pared. Lo que le importa no es la búsqueda de la verdad sino sobrevivir. Y si para ello es mejor no pensar o seguir pensando como
antes, pues tiene una excusa maravillosa para no pensar más.
Tanto es así que los últimos experimentos neurocientíficos
tienden a cuestionar lo que nos empeñamos en llamar decisiones
conscientes, al enunciarnos que diez segundos antes de optar por
una solución, las neuronas han decidido el tipo de resolución que
vamos a tomar. Sin que nosotros lo sepamos. Algo parecido ocurre con nuestro sistema motor, que opta por un músculo de una
mano u otra, cinco segundos antes de que lo activemos.
Entonces tuve razón de inscribir en la camiseta de mi grupo
en Facebook: «Ninguna de tus neuronas sabe quién eres… ni le
importa», le solté al neurocientífico británico John Dylan Haynes,
reconocido mundialmente por sus pruebas de resonancia magné-
tica e imagen aplicadas al estudio del inconsciente.
«Tenías toda la razón del mundo», fue su respuesta.
A la luz del peso exorbitante del inconsciente —tanto o más
complejo que muchos procesos cognitivos considerados consExcusas para no pensar FIN.indd 9 14/02/11 11:4910
Excusas para no pensar Cómo nos e n f r e n t amos a l a s i n c e r t idumbr e s de nu e s t r a v ida
cientes—, resulta que estamos más desarmados para enjuiciarnos a nosotros mismos de lo que pensábamos. Y no obstante, nos
empeñamos en escudriñarnos sólo a nosotros mismos, en contemplar minuciosamente nuestros intestinos y decidir, a la luz de
lo que no vemos, si somos buenos o malos, si estamos predeterminados al éxito o al fracaso, si expresamos empatía hacia el dolor de
los demás o si, como los psicópatas, no tenemos sentimientos; sobre todo, no tenemos la comprensión de los sentimientos ajenos.
¿Tanto nos cuesta aceptar que estamos mejor preparados para
enjuiciar a los demás, analizar el mundo de afuera y, particularmente, a la manada de la que formamos parte, que al significado
del estallido de nuestras propias neuronas al que siempre llegamos
tarde, a toro pasado? «¿Tú eres liberal o socialdemócrata, Eduardo?», me preguntó un gran amigo hace veinte años. «Eso lo sabréis
los que sigáis vivos cuando mis átomos se hayan descohesionado.»
Este libro parte de las reflexiones sobre algo fascinante: lo que
les pasa a los demás por dentro —en modo alguno en las propias
entrañas, como suele ser el caso—. Eso es lo que me pidió el XLSemanal, suplemento dominical del grupo Vocento, el más leído de
todos los semanales. Durante unos tres años he hablado con los
tristes y apesadumbrados para aprender lo que ellos no sabían: las
causas del desamor y sus efectos; he conversado con los optimistas
que no encontraban a su alrededor nadie lo suficientemente infeliz
para cuestionar su futuro; he intentado sugerir a muchos que había vida antes de la muerte y que ahora podíamos, si no transformar el mundo, sí transformar con paciencia nuestro cerebro; multitud de almas en pena han constatado conmigo que la felicidad es
la ausencia del miedo, al igual que la belleza es la ausencia del dolor.
¿Sabía el lector por qué el nivel de fluctuaciones asimétricas
de una cara con relación al promedio explica mejor que unos labios gruesos o unas caderas anchas la seducción irresistible?
¿Será posible que no sepamos todavía cómo funcionan los mecanismos de aprendizaje de los demás?
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Prólogo
Cuanto más lo pienso más me reafirmo en la convicción de
que la pregunta más obvia, la que nos deberíamos haber hecho
hace decenas de miles de años para sobrevivir, es la de saber qué
les pasa a los demás por dentro. Me paran en la calle, escucho su
discurso disonante relativo a por qué son como son sin serlo y me
quedo fascinado de que me regalen otra ocasión de profundizar
por qué sus neuronas no les hacen caso.
Creyeron primero que los dogmas, aunque exigieran sacrificios humanos, podían explicarlo todo. Después descubrieron que
el alma estaba en el cerebro pero que guardaba celosamente todos
sus secretos. Por último, ahora están, con razón, a la espera de
que las resonancias magnéticas, clarificadoras de las huellas dejadas en el cerebro por la expresión de sus genes y la experiencia individual, les cuenten la verdad: ¿cómo se toma una decisión, realmente?, ¿qué canales utilizamos para almacenar los recuerdos en
la memoria a largo plazo?, ¿de qué manera gestionamos nuestras
emociones básicas y universales?, ¿planificamos los treinta años
de vida redundante que nos regala el alargamiento de la esperanza de vida?, y, sobre todo, ¿por qué van a disminuir contra toda
evidencia los índices de violencia en el planeta y aumentar los de
altruismo?
Cuando haya concluido la lectura de este libro, al lector se le
habrán sugerido nuevos caminos que, muy probablemente, le induzcan a cambiar de opinión y de vida. Sabrá explorar mejor las
grandes incertidumbres que supuestamente le acosan. ¿Cuáles
son esos caminos?
Primero, que estamos programados, es cierto, genética y cerebralmente, pero programados para ser únicos, porque nos habíamos olvidado del impacto neuronal de la experiencia individual.
Podemos transformar nuestro cerebro.
Segundo, que la felicidad está en la sala de espera de la felicidad y que no debiéramos, por lo tanto, menospreciar el bienestar
escondido en los a menudo largos itinerarios que conducen a ella.
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Tercero, que si la felicidad es también la ausencia del miedo,
tan verdad es que la belleza es la ausencia del dolor; lo que delata
un rostro o un acontecimiento bello es que el metabolismo de
aquel organismo o estructura funciona adecuadamente, de acuerdo con las leyes físicas de la simetría.
La gente de la calle queda sorprendida y agradablemente reconocida cuando juntos intuimos algo que no debiéramos haber olvidado nunca: hay vida antes de la muerte, y parecería lógico que
este pensamiento fuera el que presidiera sus acciones, en lugar de
seguir escrutando sólo si hay vida, únicamente, después de la
muerte.
Quinto, que el cerebro, lejos de buscar la verdad, lo que quiere
es sobrevivir; de ahí que cualquier disonancia con lo establecido
genere su repulsa inicial. Enfrentado a una opinión distinta no sólo
la repudia sino que se inhibe para ni siquiera considerarla. Lo contrario le obligaría a reconsiderar todo su planteamiento defensivo.
Sexto, que no es correcto intentar definir la inteligencia como
se ha venido haciendo hasta ahora: los homínidos eran inteligentes y el resto de los animales no. Ahora resulta que pueden existir
organismos inteligentes en el resto de los animales, y humanos
que no lo son. Todo depende si se dan en ellos, simultáneamente,
tres condiciones: flexibilidad de criterio que les permita cambiar
de opinión, capacidad para diseñar representaciones mentales
que les permiten predecir lo que va a ocurrir y, finalmente, si son
o no innovadores.
Séptimo, que lo importante para innovar no es tanto la disponibilidad de recursos como el conocimiento necesario para progresar. Hemos estado acostumbrados en los años del milagro económico a que bastaba con aportar más recursos para superar
dificultades, olvidando que el futuro no dependerá tanto de la
cantidad de recursos como de la tecnología y del conocimiento.
Octavo, que el sistema educativo que dio trabajo a las generaciones anteriores ahora es incapaz de facilitarlo a los jóvenes si no
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Prólogo
están dotados de las nuevas competencias para abrirse camino: la
capacidad de concentración, la vocación de solventar problemas,
la voluntad de trabajar en equipo, desarrollar la inteligencia social y aprender, por fin, a gestionar sus emociones.
Noveno, que el cerebro tiene sexo y que los varones —al contrario de las hembras— irrumpen en la pubertad más tarde y se comportan toda la vida como si tuvieran doce años; en ellas, el comportamiento infantil desaparece con la edad mientras que en ellos
perdura toda la vida. Lo de menos es la diferencia de su sistema
límbico.
Décimo, que ahora sabemos tras numerosas megaencuestas y
experimentos científicos las dimensiones de la felicidad sin las cuales es muy difícil que, en promedio, se dé en los humanos: relaciones personales, control de la propia vida, saber sumergirse y disfrutar del flujo de la vida. Las otras dimensiones sólo muestran cierta
correlación con la felicidad en determinadas condiciones, como los
niveles de renta, la educación o la capacidad de resolver problemas.
Undécimo, que nadie puede pretender sustentar la armonía
en la pareja, reformar el sistema educativo y gestionar el mundo
de las empresas sin conciliar entretenimiento y conocimiento.
Sin fusionar en el mundo moderno los dos conceptos tradicionalmente antagónicos no funcionará ni la pareja, ni la educación, ni
la vida corporativa.
Por último, que el colapso de las prestaciones sanitarias, educativas y de seguridad ciudadana, a raíz de la necesaria universalización de dichas prestaciones, en un mundo cada vez más globalizado, sólo podrá abordarse con éxito desde supuestos radicalmente
nuevos de las políticas de prevención. En lugar de aportar más recursos para hacer frente a las crecientes demandas de prestaciones, la solución pasa por la puesta en pie de políticas preventivas
que mermen las demandas ulteriores.
Barcelona, marzo de 201
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