sábado, 24 de noviembre de 2007

Albañiles y mujeres.




En la página orsai.es que os sugiero visitar , hay unos textos muy amenos y bién escritos extraigo este:
Los cuatro albañiles.

Durante mi primera suplencia periodística me hicieron trabajar en verano, pero no me podía concentrar. Frente al diario estaban construyendo un edificio, y desde temprano había cuatro albañiles subidos a algo, martillando o agujereando cosas. Como el ruido me molestaba y la redacción estaba sin jefes, yo miraba mucho a los albañiles. Había uno gordo, uno joven, uno flaco y uno viejo. Los observaba sobre todo cuando pasaban por allí las mujeres, que es siempre un momento cumbre en la vida del albañil.

Al divisar la presencia de una mujer por la vereda, los albañiles detenían el estruendo del cortafrío, o de la agujereadora, y se quedaban quietos. Si estaban almorzando, o descansaban del yugo, dejaban de masticar y de conversar y de reír. La mujer pasaba, entonces, y ellos se levantaban un poco el casco. En medio del silencio que ellos mismos habían provocado, miraban con desparpajo a la mujer y enseguida ocurría algo sorprendente.

Cuando la mujer estaba exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces, uno de ellos la llamaba con un silbido largo. Se trataba de un sonido agudo, inútil y potente, como si alertaran a un perro sordo sobre la inminencia de una camioneta.

A veces también decían alguna cosa que comenzaba siempre con el verbo ‘venir’ en la segunda forma del imperativo. Vení mamita, por ejemplo. O vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra. Pero esto sólo ocurría muy temprano, cuando no estaban agotados de cincelar y de martillar. Los días nublados utilizaban también la palabra baba, y diferentes combinaciones del verbo chupar. Pero a última hora de las tardes calurosas, cuando el sol les había pegado de lleno y ya tenían la garganta seca, sólo utilizan el silbido, que era —creía yo— una abreviatura de todo lo que querían decir y no podían.

Lo que quedaba claro, por lo menos a mí que los había observado días enteros durante la suplencia mortífera, es que el silbido era una invitación para que la mujer ingresara por la puerta de rejas verdes y pasara un rato junto a ellos, en la obra en construcción. El silbido era, sin dudas, una convocatoria.

El último viernes de mi labor en el diario se cortó la luz y nos quedamos sin aire acondicionado y con poco trabajo que hacer. Me animé entonces a cruzar la calle y, con la típica desfachatez del estudiante de periodismo, le pregunté a uno de los trabajadores, al más flaco de los cuatro, qué haría él si por casualidad la mujer silbada, cualquier mujer entre las tantas que pasaban, en lugar de seguir su camino, indiferente al llamado, se diera la vuelta y, efectivamente, entrase a la obra.

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