viernes, 1 de febrero de 2008

La venganza.




Fuente :EL PAIS, Suplemento de Salud, nº7, pág.26
13 de octubre de 2007.


Enrique Baca, Catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid y Presidente del Consejo Asesor de la FIV.
José Lázaro, Profesor de Humanidades Médicas en la Facultad de Medicina de la Universidad Autonoma de Madrid.


Toda víctima, por el mero hecho de serlo, siente un violento deseo de venganza y no puede evitar el sentirlo. De cuantas leyes se han descrito en la historia de la psicología, la del talión es quizá la que está más profundamente inscrita en la naturaleza humana. No hay sociedad posible sin la dolorosa renuncia a ese profundo impulso. No hay víctima que no quede desgarrada por el conflicto entre la necesidad psicológica de la venganza directa y el imperativo social de resignarse a la justicia. No hay civilización que pueda sostenerse sin la imposición de tal imperativo. No hay justicia que pueda, éticamente, imponer esa renuncia a las víctimas más allá de lo estrictamente necesario (que ya es mucho).
Entre las escenas más repugnantes del periodismo contemporáneo (la elección no es sencilla) destaca la del típico reportero que acerca el micrófono a la madre de la chica violada cuyo cadáver acaba de ser descubierto y le formula la brillante pregunta: “¿Perdona usted al asesino de su hija?” Pero todos hemos interiorizado la negación de los instintos y pulsiones que, con el malestar consiguiente, es, según Freud, el fundamento de la cultura. Por eso la mayor parte de las madres son capaces de morderse la lengua y balbucear la respuesta políticamente correcta: “Lo que yo quiero es que esto sirva para que nunca vuelva a suceder.” Pero, en algún caso excepcional, algún familiar (e incluso algún Defensor del Pueblo) tiene la valentía de decir abiertamente al periodista lo que todos, absolutamente todos, piensan en ese momento: “Cuando maten a su hija, perdone usted al asesino, imbécil. Yo al de la mía sólo quiero descuartizarlo con mis propias manos.” Tan sana muestra de sinceridad (desde el punto de vista psicológico) suele despertar una escandalizada condena (desde el punto de vista sociológico). La renuncia al deseo de venganza es una inevitable obligación social, pero la negación social de su necesidad psicológica es una segunda agresión que la parte necia de la opinión pública realiza contra las víctimas de la primera. Y desde el punto de vista psicoterapéutico, el reconocimiento de esa necesidad psicológica es un paso imprescindible para poder ayudar a la víctima a que supere lo antes posible su condición de víctima elaborando el necesario duelo.
La imagen de la madre de Sandra Palo (asesinada con ensañamiento mediante el fuego y el atropello repetido, tras ser violada en grupo) intentando presenciar la salida de uno de los asesinos de su hija del centro de menores donde ha permanecido cuatro años (desde los 14 que tenía cuando cometió el delito hasta los 18 que tiene ahora) ha sido recogida y aireada por los medios de comunicación. Pero no se ha analizado suficientemente el mecanismo mental (y afectivo) por el cual una madre desea mirar de frente al asesino de su hija. ¿Qué busca, en el fondo? ¿Por qué ese empeño en cruzar una mirada con el asesino de su hija? Quizá porque, como todas las víctimas de la violencia, quiere tener la oportunidad de reprochar al delincuente su delito, de despertar su vergüenza y sus sentimientos de culpa (en caso de que los tenga), de sustituir a la víctima (que se presume indefensa y aterrorizada) por una presencia desafiante e incluso amenazadora. Quiere asustar, amenazar y, si fuese posible, agredir. Quiere vengarse. Y, ya que sabe que eso es imposible, quiere al menos expresar su deseo de venganza.
Los sentimientos de venganza son tan psicológicamente necesarios como socialmente inadmisibles. Ahora bien, si la acción sustitutoria de la justicia nunca es fácil de aceptar para la víctima, se hace imposible de asumir cuando no es comprensible, cuando a la víctima (apoyada por gran parte de la sociedad) le parece más una burla cruel que el ejercicio propio de la respuesta civilizada frente al crimen.
Los argumentos que los representantes de las instituciones les suelen ofrecer como consuelo a las víctimas oscilan entre las generalidades bienintencionadas (se debe proteger a la sociedad, pero también a los menores descarriados), los autorreproches autoelogiosos (ya decíamos nosotros que esto iba a ocurrir, pero no hicimos nada para evitarlo), la denuncia de culpables abstractos (las desigualdades de esta sociedad que hemos construido entre todos) o la oferta de soluciones inconcretas y utópicas (hay que hacer las reformas que sean necesarias, teniendo en cuenta los argumentos racionales pero también las emociones). Tales opiniones son, sin duda, jurídicamente impecables. Y son también cristianamente caritativas para el muchacho que hace cuatro años asesinó a Sandra Palo de la forma en que lo hizo y que ahora sale en “libertad vigilada” tras un informe de sus educadores en el que se admite que no parece haber avanzado mucho en el reconocimiento de la gravedad del delito cometido ni de su responsabilidad en el mismo. Pero conviene reconocer que, desde el punto de vista psicológico, para la madre de Sandra Palo tales opiniones son, nos guste o no, lo que técnicamente se llama una “segunda victimización”. Que en términos menos técnicos es, simplemente, hurgar en la herida.

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