domingo, 11 de octubre de 2009

El Museo de Ciencias que colecciona restos de indígenas

foto:El Museo de Ciencias Naturales platense expone cráneos de indígenas.

11-10-09 | Por Eliezer Budasoff

Enterrarlos en un cementerio, llevarles florcitas, ir a charlar un ratito con alguno. Eso hacemos nosotros, dice Carolina, con esas palabras: florcitas, ratito, nosotros. "Imagínense que yo voy, cavo, saco el cajón de un abuelo de ustedes, lo pongo acá en una vitrina, y todos dicen: «¡Ey, vamos a ver al abuelito de tal!»". No, no, no, hacen los visitantes con la cabeza. Bueno, exhibir restos de indios "es lo mismo", dice la guía, "como para tener en cuenta el respeto a las distintas culturas, aunque sean diferentes a nosotros". Sí, sí, sí, hacen todos con la cabeza.

En el grupo que sigue a Carolina a través del Museo de Ciencias Naturales de La Plata nadie se queja. Ni por la ausencia de las "momias sudamericanas" en la sala de Antropología Biológica, última parada de la visita guiada, ni por el significado latente de ese "aunque", un lapsus de la guía que condensa más de cien años de historia y dos décadas de polémicas alrededor de la colección de restos humanos de la institución. Hasta hace tres años, en esa sala, todavía se podía ver el esqueleto de Maishkenzis, un joven yamana que murió siendo cautivo del museo en 1894, entre otras piezas humanas que se habían obtenido del saqueo a cementerios indígenas, de la llamada Campaña del Desierto, y de la "producción propia" de la institución.

"El museo decidió no exponer más momias sudamericanas —dice Carolina— porque hubo un reclamo de los pueblos originarios a los cuales pertenecían esas momias. Muchas estaban identificadas y fueron devueltas. Las que no estaban identificadas quedaron guardadas para estudio, nada más". Fin de la explicación: la visita guiada especial sobre Darwin sigue a ritmo acelerado por la sala, reinaugurada hace pocos meses, después de más de dos años de inactividad. Es sábado, faltan 20 minutos para las 18, el museo debe cerrar hasta el martes.

"Primero empezaron a sacar las momias. Después siguieron con los esqueletos en exhibición, la colección de esqueletos. En el archivo hay mucho material sobre eso: los cráneos, los cadáveres. En el archivo oculto, incluso, hay cabelleras y algunos órganos, porque no eran solamente esqueletos", cuenta ahora el fotógrafo Xavier Kriscautzky, por encima del ruido de un bar porteño. En 2006, a partir del proyecto de rescate del Patrimonio Histórico Fotográfico del Museo de la Plata, Kriscautzky dio a conocer una selección de los más de 160 negativos en vidrio que había logrado recuperar del archivo: un conjunto de imágenes obtenidas en 1906, resultado de una expedición científica encabezada por el antropólogo alemán Robert Lehmann Nitsche, entonces encargado de la Sección Antropología del museo, y el entomólogo alemán Carlos Bruch, que también trabajaba en el museo, responsable del registro fotográfico.

La exhibición del trabajo en las jornadas sobre Memoria e Identidad en la Biblioteca Nacional, y su posterior publicación en un libro —Desmemoria de La Esperanza—, definieron la expulsión de Kriscautzky del museo, donde se desempeñaba hasta entonces como miembro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet). Fue tal vez el último episodio de una larga serie de hechos que revelaron la mala conciencia de las autoridades del museo, empeñadas desde el comienzo en mantener el pasado de la institución —y el de la ciencia— en el subsuelo, allí "donde estaban las cárceles, y donde ahora funcionan los laboratorios".

   El trabajo de Kriscautzky, en su esencia, no revelaba ninguna verdad desconocida para el que estuviera dispuesto a indagar en la historia; lo que lo hacía imperdonable, tal vez, era el modo en que exhibía ese pasado: lejos del sótano del museo, echando luz sobre la crueldad de la mirada del fotógrafo-entomólogo, sobre las poses sugeridas a hombres y a mujeres, sobre la búsqueda deliberada de pruebas científicas para justificar el sometimiento del otro.

Un asunto de la ciencia. El Museo de La Plata es un edificio amplio, rectangular, de 135 metros de largo por 75 de ancho, con dos hemiciclos que le dan a su interior un aspecto circular. Un sótano y tres pisos que fueron construidos en apenas cinco años, de 1884 a 1889, siguiendo las indicaciones de Francisco Pascasio Moreno, que dirigió personalmente el proyecto y la distribución de sus materiales. Cuando Moreno fundó el museo, dice la leyenda, ya contaba con una colección personal de alrededor de 1.000 cráneos y todavía no había cumplido 40 años.

   “A los pocos años de su gestión ya tenía 3.000 cráneos. Era muy prolífico. Pero claro, como ahora tenía lugar, se proveía del cráneo con el resto del esqueleto. O sea: descarnaban a las personas en el museo”, dice Kriscautzky. En 1890, señala el periodista platense Daniel Badenes, Moreno ya “se jactaba de haber formado «la serie antropológica patagónica más importante que existe», una colección que iba «desde el hombre testigo de la época glacial hasta el indio últimamente vencido». Más aún: «Tenemos ya en el museo representantes vivos de las razas más inferiores (...) Estos indígenas se ocupan de construir su material de caza, pesca y uso doméstico mostrándonos los procedimientos empleados para vencer en la lucha por la existencia en los rudos tiempos del comienzo de la sociabilidad humana»”.

   Durante la etapa final de la llamada Conquista del Desierto, en 1884, el ejército argentino arrinconó y apresó en Junín de los Andes a los últimos caciques y a un grupo de ancianos, mujeres y niños indígenas que aún resistían la ofensiva de los soldados. Diezmados por los combates, el frío y el hambre, los “lanzas” y la “chusma” tuvieron que entregarse y someterse a la desintegración cultural que les estaba destinada. Los niños fueron separados de sus madres y entregados a distintas familias porteñas, las mujeres ofrecidas para tareas domésticas en los hogares de la alcurnia bonaerense, los hombres reclutados para servir en goletas de la marina de guerra, para levantar zafras en Tucumán, o para picar adoquines en la isla Martín García. Entre estos últimos se encontraba Modesto Inacayal, el prestigioso cacique que había recibido a Moreno en Tecka —oeste de Chubut— durante sus expediciones al sur Argentino.

   La versión oficial dice que Moreno nunca olvidó la hospitalidad de Inacayal en su viaje en la década anterior, y que por eso gestionó su traslado al Museo, para que pudiera vivir en mejores condiciones junto a un grupo de los suyos. En 1886, cerca de una docena de representantes elegidos de las comunidades originarias fueron llevados a vivir a los sótanos del museo. En el grupo estaban el cacique Inacayal con su mujer; el cacique Foyel con a su mujer y su hija Margarita; y una mujer mayor, Tafá, originaria de Tierra del Fuego. La versión más cruda, no apta para maniqueos, dice que el plan de Moreno estaba trazado de antemano: que no lo movía la piedad ni el afán protector, sino el objetivo de descarnar y conservar los cuerpos de los indígenas con fines “científicos”. En 1887, una seguidilla de muertes en el museo inclinó las sospechas hacia el lado oscuro: el 21 de septiembre murió Margarita, el 2 de octubre la mujer de Inacayal, el 10 fue el turno de Tafá.

   Foyel se reivindicó como argentino y pudo regresar a la Patagonia. Inacayal, que renegó de la nacionalidad hasta el final, sobrevivió a su mujer un año más: siguió siendo objeto de estudio y de exposición, y fue obligado a servir en el museo, donde podía ver a su mujer y a los suyos detrás de las vitrinas. Ese era su destino. Que “el Perito Moreno tenía planeado de antemano pelar los huesos de los indios y ponerlos en el aparador” no es ninguna revelación, sostiene Marcelo Pisarro, periodista cultural formado en antropología: “Como si se estuviera sacando el velo a una gran conspiración. ¡Claro que fueron llevados al museo con ese propósito! Eran las prácticas consensuadas en los círculos científicos del siglo XIX: los restos de los primitivos se estudiaban y luego se ponían en exhibición en la sala de Antropología Física”.

   Ahora, antes de cerrar la visita, Carolina advierte que vamos a ver una momia, que es de las Islas Canarias, pero que “no se van a exponer más restos sudamericanos en el museo de La Plata”. Y también, dice, hay que tener en cuenta que “las momias son personas”. Se perdió un poco eso, explica Carolina, cuando decimos: “Vamos a ver a la momia”. No, no, no, dice, “vamos a ver una persona, que por un determinado proceso, artificial, natural, se conservó su cuerpo y hoy lo puedo estudiar”. Sí, sí, sí, hace la gente con la cabeza.

Volver. En 2006, el Consejo Académico de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata tomó la determinación de cerrar la sala de Antropología Biológica y realizar un trabajo de refacción: los reclamos de distintas comunidades originarias por la devolución de sus ancestros ya resultaban imposibles de contener, y la polémica por la exhibición de restos humanos había dado origen a diversas rupturas dentro de la comunidad científica del museo.

   El primer reclamo de las comunidades originarias lo hizo en 1988 el Centro Indio Mapuche Tehuelche de Chubut, que pidió la devolución de Inacayal. La restitución logró hacerse efectiva en 1994, pero en 2006 un grupo de investigadores encontró partes de sus restos (su cerebro y su cuero cabelludo), junto a los de otras 35 personas. Entre ellos encontraron el esqueleto sin manos y la cabellera de la mujer de Inacayal; el esqueleto y el cuero cabelludo de Tafa; y el esqueleto, el cerebro y la cabellera de Margarita. Todos habían muerto como cautivos del museo, y pudieron ser identificados con certeza gracias al catálogo de la Sección Antropología del Museo de La Plata, un relevamiento minucioso de los indígenas que vivieron en las catacumbas elaborado por Robert Lehman Nitsche, el científico alemán que había sumado Moreno para que se hiciera cargo de la Sección de Antropología.

   En 1906, cuando dirigía la Sección, Lehmann Nitsche encabezó la “expedición científica” al ingenio azucarero La Esperanza, de Jujuy, donde se registraron las fotos que dieron pie al trabajo de Kriscautzky. “Dada la gran rapidez con que se extingue la población indígena del continente sudamericano hay que apurarse con el estudio de sus caracteres físicos, porque en tiempo no muy lejano se harán del todo imposible relevamientos exactos de muchas de estas tribus”, escribió entonces Lehman Nitsche, después de la expedición. La cita aparece en el libro Desmemoria de La Esperanza, editado un siglo después, entre los fragmentos que representan el pensamiento de una época.

 Algunos llaman a eso profecía autocumplida.

No hay comentarios: